No hay ninguna necesidad inevitable de continuar si las elecciones no responden a nuestras expectativas. Puede ser que apelar a la responsabilidad de los universitarios españoles para que corrijan un comportamiento que genera un embolsamiento o provoca el abandono en las titulaciones tras dos o más años de permanencia en el sistema público universitario sea una tarea laboriosa y no permita evitar, en el corto plazo, un aumento de la eficiencia en las tasas de graduación. Lo que sí parece plausible es apelar a la responsabilidad de las propias universidades para que decidan aplicar unos criterios de permanencia y rendimiento académico similares a los que se exigían en el curso 2011-2012 a los estudiantes becarios. O desde otro punto de vista, porque no se les puede pedir tampoco más responsabilidad a los estudiantes si en sus universidades se dan de bruces con una oferta de café para todos, monolítica, academizante, aunque esta sea de incuestionable calidad. Y es que, además, conviene recordar que en Europa hace tiempo que en lo que llamamos educación superior se incluyen diversas ramas formativas, es decir, la universitaria y la no universitaria, la inicial y la continua, la formal y la informal, y la FP de grado superior.
Las universidades no están concebidas solo como escuelas profesionales, aunque en España parezca que hayan asumido históricamente esta función por la ausencia de programas, instituciones, o enseñanzas —la formación profesional entre ellas— que hayan completado la preparación para el ejercicio de la profesión. No podemos minimizar este objetivo: la profesión es la base sobre la que se desarrolla la vida futura y no solo como un medio para ganarse la vida sino como un determinante de la posición en la estructura social, en la forja del carácter y en la adquisición de exigencias éticas decisivas. A las universidades y a los responsables del diseño y desarrollo de las políticas educativas les corresponde, eso sí, reflexionar sobre un modelo que en su función, organización y en la dotación de recursos facilite una diferenciación que evite el estancamiento de los estudiantes: o bien con medidas que atajen una permanencia inasumible por bajo rendimiento académico o por la falta de alternativas.
En un sistema de Educación Superior adaptado a las necesidades de cualificación de un capital humano que, además, se encuentra estrechamente vinculado a las demandas del mercado laboral, parece sensato reclamar a las administraciones públicas nuevas propuestas en la organización de la oferta de educación superior. Y, a las universidades, un amplio desarrollo de la autonomía universitaria basada en menos regulación y más libertad, con el fin de evitar la cómoda sensación de que no pasa nada si uno se toma su tiempo para reflexionar sobre el acierto o error de su decisión. Pero, resulta que esa inercia o ese tiempo de permanencia en nuestras universidades o esa indecisión, independientemente de su duración, supone, de hecho, disponer de unos recursos públicos que vienen a cubrir cada año el 80% del coste de los estudios.
Mercedes de Esteban Villar es directora de STUDIA XXI y vicepresidenta de la Fundación Europea Sociedad y Educación.