Asciende el telón del Nuevo Apolo pero no hay músicos detrás: solo las cuatro iniciales gigantes, RyLC, recorridas por bombillas como aquellos luminosos de Elvis. Raúl Gutiérrez irrumpe por el pasillo central y se descalza, como en su canción, nada más pisar las tablas. Es un gesto de naturalidad y cercanía que define el espíritu de esta gira en acústico, más propensa a las confesiones que a los aspavientos, guiño a esos tórtolos que se acurrucan sin prisas por alcanzar el desafuero.
Le sienta bien a Rulo ese tono íntimo, la distancia corta. Habla mucho con un público joven y entusiasta que se ha apropiado de cada verso, que los siente en carne. Puede que haya algo de sensiblería, pero esas ondas sintonizadas encierran un mérito indudable: Raúl no era anoche solo artista, sino portavoz.
Los cinco integrantes de La Contrabanda adoptan una disposición horizontal, símbolo del escaso aprecio de su jefe por los escalafones. La banda ofrece un sonido limpio y plácido, a veces campestre (Venecia, Divididos) y con la guitarra de Fito Garmendia, el lugarteniente, y el espléndido pulso rítmico de Karlos Arancegi (Buscando el mar) como grandes bazas. Su cancionero retrata al de Reinosa como canalla de baja intensidad, más de cantina que de tugurios peligrosos. Un chico íntegro pero vulnerable, noble aun cuando afronta las miserias inherentes al ser humano. Un cronista del desasosiego y el descalabro amoroso (Al infinito) que deja una rendija abierta a la redención.
Rulo no alcanza la intensidad lírica de Robe pero supera en empatía a Fito, aunque, como él, incurra en una reiteración de patrones melódicos a veces irritante. Lo mejor es descubrirle como un sentimental sincero, capaz de pedir un aplauso para las víctimas del 11-M o teñir de melancolía mexicana un tema, El vals del adiós, con el que Enrique Urquijo le señalaría como hijo pródigo.