Los ejemplos más o menos ilustres
—el padre Arolas, Hölderlin,
Dino Campana, Leopoldo María—
no me hacen preferir a los poetas cuerdos
los locos, tan queridos por el público
—el mismo que en el circo, entre los dos payasos,
se queda con el tonto, y es al tonto en el pueblo
al que ríe las gracias—
y por los periodistas.
La locura convierte al poeta en juguete
indefenso y roto,
y en tierra seca su cerebro,
que los poemas desmenuzan.
¿Qué hubiera escrito, cuerdo, Hölderlin
la mitad de su vida
en que apenas si pudo balbucear?
No hay más locura válida
que la que guía al cuerdo.
Jesús Munárriz es poeta y editor de Panero en Hiperión.